Elogio de la mandarina

Si la naranja se pasea de la sala al comedor, la mandarina está en un rincón, regañada, menospreciada y sola. ¿Una cenicienta de los cítricos?.
 
Existe un desprecio, un prejuicio social, una necedad cultural para con la pobre mandarina. Y aquí vamos a reivindicarla. A ponderarla hasta exprimir los esquemas culturales que la relegan. A colocarla en el pedestal de los cítricos, adonde pertenece por derecho propio.
 
El perfume de la mandarina es persistente y a mucha gente parece molestarle aquello. Lo cual no deja de ser extraño, ya que es uno de los aromas más apreciados en todo el mundo. Basta ver lo que sucede en lugares como Andalucía y el papel que juega (y jugó) en esa sociedad, la flor del azahar. O indagar en la cultura China, milenaria, pero donde son una constante los cítricos y la mandarina es la Emperatriz (o la Revolución, como prefieran) de las frutas.
 
El aroma de los cítricos se utiliza como esencia en la industria; en la industria de los alimentos, pero también en la de los productos de limpieza y por supuesto en la industria de los perfumes. Los olores frescos y dulces de los cítricos son muy aceptados por los seres humanos, sin embargo, en nuestra región rioplatense, al menos en Buenos Aires, existe un claro rechazo.
 
Pero, entonces, ¿de dónde proviene ese rechazo? Elaboremos hipótesis al respecto. Si bien no hemos hecho un trabajo sociológico o etnográfico acerca del tema, bien podemos, asumiendo que exista verdaderamente ese rechazo, intentar explicarlo. Las hipótesis, al menos en el contexto del descubrimiento, son gratuitas.
 
Sospechamos que el abierto desprecio por la mandarina viene dado por su condición de “fruta de pobre”. Objetivamente la mandarina ha sido históricamente una de las frutas más baratas, al menos en nuestro país, que por cierto se encuentra entre los primeros 10 productores del fruto del mundo. Las encuestas de gastos muestran que su consumo está presente en todos los estratos, aunque con un pequeño sesgo hacia los sectores más empobrecidos. Su persistente aroma, sumado a su condición de trazador de un sector social, fue suficiente para que un sector de la sociedad argentina, las mirara con recelo.
 
Y si algo pudimos aprender de la antropología alimentaria, es que bastan sanciones culturales contra un alimento (aunque no tengan bases ni nutricionales ni médicas ni biológicas) para que ese alimento se convierta en tabú o se le asignen a quienes los comen, atributos no deseables. Es la manifestación alimentaria de lo que Frazer denominó “magia contagiosa” o “magia contaminante”. Y es que, aunque nos cueste reconocerlo, el pensamiento mágico aún adorna muchas de nuestras acciones.
 
Hoy pensamos en niños pobres comiendo mandarinas y no podemos dejar de pensar en una sociedad de la abundancia (al menos de abundancia alimentaria). Una sociedad donde al menos en la comida, el patrón estaba unificado. Donde la golosina del pobre era la mandarina y no el alfajor lleno de azúcares, grasas y soja. Donde aún la industria alimentaria no se había apropiado de nuestra conducta cotidiana.
 
El mundo no está para prejuicios y perderse a la deliciosa mandarina por un acto involuntario (porque estoy seguro que quienes aplican el rechazo jamás se pusieron a pensar en él en forma profunda), es casi una reverenda estupidez. Además de deliciosa, la mandarina es fuente de vitaminas C, de vitaminas B, de fibras, de vitaminas A y antioxidantes; en fin de muchos de los compuestos necesarios para nuestra supervivencia, para acceder, en forma relativamente barata, a una alimentación saludable.
 
Dr. Diego Díaz Córdova (Antropólogo Alimentario)